COVID-19 4.14.2016
The Reality of Sin and Trust in God's Mercy
La Realidad del Pecado y la Confianza en la Misericordia de Dios
-
English
We cannot speak about life in Christ or the moral life without acknowledging the reality of sin, our own sinfulness, and our need for God’s mercy. When the existence of sin is denied it can result in spiritual and psychological damage because it is ultimately a denial of the truth about ourselves. Admitting the reality of sin helps us to be truthful and opens us to the healing that comes from Christ’s redemptive act.
Sin is an offense against reason, truth, and right conscience; it is failure in genuine love for God and neighbor caused by a perverse attachment to certain goods. It wounds the nature of man and injures human solidar- ity. It has been defined as “an utterance, a deed, or a desire contrary to the eternal law.” (CCC, no. 1849, citing St. Augustine, Contra Faustum, no. 22)
Thus, by its very definition, sin is understood as an offense against God as well as neighbor and therefore wrong. Sins are evaluated according to their gravity or seriousness. We commit mortal sin when we consciously and freely choose to do something grave against the divine law and contrary to our final destiny.
There are three conditions for a sin to be a mortal sin: grave matter, full knowledge, and deliberate consent (freedom). Mortal sin destroys the loving relationship with God that we need for eternal happiness. If not repented, it results in a loss of love and God’s grace and merits eternal punishment in hell, that is, exclusion from the Kingdom of God and thus eternal death.
A venial sin is a departure from the moral order in a less serious matter. “All wrongdoing is sin, but there is sin that is not deadly” (1 Jn 5:17). Though venial sin does not completely destroy the love we need for eternal happiness, it weakens that love and impedes our progress in the practice of virtue and the moral good. Thus, over time, it can have serious consequences. “Deliberate and unrepented venial sin disposes us little by little to commit mortal sin” (CCC, no. 1863).
In considering sin we must always remember that God is rich in mercy. “Where sin increased, grace overflowed all the more” (Rom 5:20). God’s mercy is greater than sin. The very heart of the Gospel is the revelation of the mercy of God in Jesus Christ. “For God did not send his Son into the world to condemn the world, but that the world might be saved through him” (Jn 3:17).
To receive this mercy, we must be willing to admit our sinfulness. Sorrow for sin and confession of sin are signs of conversion of heart that open us to God’s mercy. Though we can judge a given offense to be the occasion for mortal sin, and thus an act of objective wrongdoing, we must always entrust the judgment of the person to the mercy and justice of God. This is because one person cannot know the extent of another individual’s knowledge and freedom, which are integral factors determining when an occasion for mortal sin becomes an actual sin for which we are morally responsible.
--
This article is an excerpt from the United States Catholic Catechism for Adults, copyright © 2006, United States Conference of Catholic Bishops. All rights reserved. Used with permission.
-
Español
No podemos hablar ni de la vida en Cristo ni de la vida moral sin reconocer la realidad del pecado, nuestro propio pecado, de nuestra propia pecaminosidad y de nuestra necesidad de la misericordia de Dios. Cuando se niega la existencia del pecado, esto puede resultar en un daño espiritual o psicológico porque es esencialmente una negación de la verdad de nosotros mismos. Admitir la realidad del pecado nos ayuda a ser sinceros y a abrirnos a la curación que proviene de la obra redentora de Cristo.
El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrario a la ley eterna” (CIC, 1849; San Agustín, Contra Faustum, no. 22).
Así, por su propia definición, se entiende el pecado como una ofensa contra Dios, así como contra el prójimo, y por lo tanto es malo. Los pecados son evaluados según su gravedad o seriedad. Cometemos pecado mortal cuando, consciente y libremente, decidimos hacer algo grave contra la ley divina y contrario a nuestro destino final.
Existen tres condiciones para que un pecado sea un pecado mortal: materia grave, pleno conocimiento y deliberado consentimiento (libertad). El pecado mortal destruye la relación de amor con Dios que necesitamos para la felicidad eterna. Si no es arrepentido, resulta en la pérdida del amor y la gracia de Dios y merece el castigo eterno del infierno, es decir, la exclusión del Reino de Dios y por tanto la muerte eterna.
Un pecado venial es un alejamiento del orden moral en una materia menos seria. "Toda mala acción es pecado, pero hay pecados que no llevan a la muerte" (1 Jn 5,17). Aunque el pecado venial no destruye completamente el amor que necesitamos para la felicidad eterna, si debilita ese amor y obstaculiza nuestro progreso en la práctica de la virtud y del bien moral. Es por eso que con el paso del tiempo puede tener serias consecuencias. "El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone, poco a poco, a cometer pecado mortal" (CIC, no. 1863).
Al reflexionar sobre el pecado siempre debemos recordar que Dios es rico en misericordia. "Donde abundó el pecado, sobreabundo la gracia" (Rom 5,20). La misericordia de Dios es mayor que el pecado. El mero núcleo del Evangelio es la revelación de la misericordia de Dios en Jesucristo. "Porque Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él" (Jn 3,17).
Para recibir esta misericordia, debemos estar dispuestos a admitir nuestra pecaminosidad. El dolor por los pecados y la confesión de los pecados son signos de la conversión del corazón que se abre a la misericordia de Dios. Aunque podemos juzgar ciertas ofensas de ser ocasiones de pecado mortal, y por tanto un acto de maldad objetivo, siempre debemos confiar el juicio de la persona a la misericordia y justicia de Dios. Esto es así porque una persona no puede saber la magnitud del conocimiento y la libertad de otra persona, los cuales son factores integrales al determinar cuándo una ocasión de pecado mortal se convierte en un pecado en sí por el que somos moralmente responsables.
--
Este artículo es un pasaje del Catecismo Católico de los Estados Unidos para Adultos, derechos reservados © 2008, Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Derechos de autor. Usado con permiso.